La comunidad internacional en tiempos de pandemia

La conversión de la ciudadanía en un rebaño viene de tiempo atrás. Ya éramos un rebaño antes de la pandemia y ahora seguimos siéndolo sin inmunidad frente a la infección de esa proteína astuta y caprichosa que vuela como un pollo y resiste sedentaria, por unas horas, en superficies ingratas. A los políticos, los pastores, les encanta marear los problemas, vivir con ellos. Si los solucionan, surgirán otros, lo que no deja de ser un fastidio. Pero ahora no cabe diferir, aplazar decisiones, entregarse a lo grato, pero irrelevante, anticipar la devoción a la obligación, dejar para mañana lo que se debe hacer hoy. No es tiempo de procrastinación. La palabra procede del latín. En inglés suena mejor. Si elevamos la vista al este o al oeste, más allá de los océanos, la situación no invita al optimismo. Uno puede tener la impresión de que el mundo padece la generación de dirigentes psicópatas y tarados más abundante desde que terminó la Segunda Guerra Mundial. Uno de los más conspicuos, a la cabeza de un país con cerca de 6 millones de infectados y más de 180 mil muertos a fecha de hoy, ha decidido retirarse de la Organización Mundial de la Salud acusándola de encubridora de la gran culpable de la pandemia, la República Popular China. La culpa siempre es del prójimo.

El poder arrogante

El presidente Trump es la viva encarnación del poder arrogante que ha caracterizado a más de un presidente de Estados Unidos. Encarnaciones de estos poderes, como lamas del mal, se encuentran también en los otros mundos, pero este es el mundo en el que vivo, cuyos gobiernos pueden hacer la ola integrados en la banda, o surfearla con mayor o menor habilidad, cuidando de que crezcan brotes de un poder solidario. El individuo corriente y moliente, que hoy es un individuo corrido y molido por toda clase de desastres, naturales, políticos, económicos y sociales, se viene encontrando en los medios con la recurrente invocación de la comunidad internacional para justificar toda suerte de intromisiones en los asuntos del prójimo que no pasa por nuestro aro. Políticos, funcionarios, doctrinarios y opinantes, incluso respetables, se refieren a la comunidad internacional como si se les apareciera todos los días como la virgen María lo hacía a los pastorcillos en Lourdes.

La abstracta comunidad internacional

Dirigentes y medios de Estados Unidos y de algunos países de la Unión Europea, y la misma Unión, son especialmente devotos de la comunidad internacional. Acuden a ella religiosamente como quien recita el credo. Son su Iglesia extendida por toda la Tierra para el perdón de los pecados de los demás. Para ellos la comunidad internacional es una especie de espíritu santo beligerante, fruto del cruce de la paloma con un halcón. Se ha puesto tantas veces en boca de presidentes, ministros y portavoces occidentales que la comunidad internacional reclama, exige o espera esto o lo otro, que se ha acabado creyendo que era verdad, que la comunidad internacional existe y se manifiesta a los tocados por su gracia, concesionarios exclusivos de la divinidad. Cada vez que oigo hablar de la ‘comunidad internacional’ a los voceros de Estados Unidos o de la Unión Europea, lamento que mi abuela ya no esté entre nosotros para recetarme unas tisanas. ¡Habrase visto semejante cinismo! Cualquier medida unilateral contra terceros, por ilegal que pueda ser, no solo se atreven a llamarla “sanción”, con la verticalidad que este término implica, sino que, además, dicen adoptarla en nombre de la ‘comunidad internacional’. Naturalmente la lista de infractores contumaces es mucho más larga, cada cual, según sus posibilidades, pero al menos los otros no invocan sistemáticamente a la comunidad internacional para dotar a sus hechos ilícitos de una aparente respetabilidad.

Un mundo de buenos y malos

Se hace política con los derechos humanos, no política de derechos humanos. A la opinión pública de los países capitalistas les seduce la idea, que les dan masticada los medios, de un mundo de buenos y malos. Naturalmente, nosotros somos los buenos. Cuando era niño me gustaban las películas de indios y americanos, que siempre corrían a los indios, y aplaudía a rabiar cuando aparecía, en technicolor y cinemascope, el Séptimo de Caballería para liquidar a los malditos pieles rojas que antes habían cortado unas cuantas cabelleras de hombre blanco y habían raptado a sus atractivas mujeres para que prestasen servicios comunitarios. De mayor, me di cuenta de mi papel de tonto útil. Los buenos eran los indios; quienes trataban de abrirse camino al oeste no eran realmente malos, sino desgraciados obligados a arrancarse de sus raíces y emigrar en pos de un futuro mejor que su pasado de hambre y miseria en Europa. Todos, en definitiva, como individuos y como grupos somos una mezcla del bien y del mal; debemos tratar de potenciar nuestras virtudes y mantener a raya nuestros vicios. La empatía ha sustituido a la simpatía como término de uso común. Seamos, pues, empáticos; pongámonos en el lugar del otro, no para que ruede nuestra cabeza con la suya, sino para que también él pueda levantarla con dignidad.

La utopía internacional

En realidad, la comunidad internacional es una utopía, un intangible, una abstracción necesaria para almacenar toda clase de valores colectivos cuya frustración experimentamos cada día en que es objeto de saqueo por los poderosos para colar a la opinión pública medidas que tienen que ver solo con sus intereses. Véanse los frutos de la invasión de Iraq, la limpieza en Afganistán, la intervención en Libia, la injerencia en Siria, el abandono de Yemen… La comunidad internacional confiscada y pervertida en nombre del Padre por estos fariseos en su segunda acepción ha multiplicado el dolor y la sangre derramada, agitando los conflictos civiles y manifestando una escandalosa falta de humanidad. Para las víctimas, la comunidad internacional es una mantícora, una devoradora de personas.

Ciudadanía de las mayorías

La tarea es ardua, pues se trata de desenmascarar a quienes invocan falsariamente la representación popular para volver a vivir como antes; se trata de recuperar la perdida condición ciudadana de las mayorías, para gestar un nuevo modelo de vida en una relación pacífica con los demás seres y con la naturaleza; se trata de dar sentido a la noción de humanidad, la auténtica patria de todos. Es una tarea que ha de concebirse desde una base local, para crecer y multiplicarse hasta alcanzar un orden planetario. Y eso supone combatir una adicción; responsabilidad y sacrificio en un medio hostil. Al fin y al cabo, nuestros convictos consumidores primermundistas se ven a sí mismos como respetables militantes de causas, como la lucha contra las consecuencias del cambio climático, siempre que su despilfarro se pueda negociar en mercados en que el cambio se convierte en una ventana de negocio. Cuando llegue el otoño, si no antes, pasar las estaciones puede ser tan duro como tratar de atravesar del Atlántico al Pacífico por el cabo de Hornos en el invierno austral. Uno puede desear encerrarse en su camarote con una botella de ron para aliviar las imponentes olas de la borrasca, creyendo combatir mejor en un estado de semiinconsciencia la ansiedad y el miedo de naufragar, de perder la vida en aguas inclementes, sin dejar siquiera unas cenizas. 

El autor es doctor en Derecho por la Universidad de Bolonia, y catedrático de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales en la Universidad Autónoma de Madrid.