Miranda y el comienzo de nuestra lucha contra los imperios

Si bien la historia de la humanidad se ha desenvuelto en su mayor parte en medio de guerras entre poderes por el dominio y control de territorios, de mercados, de riquezas y hasta de imposición de religiones, o de pretendidos procesos civilizatorios, era de suponer que tras 3 millones de años de evolución el ser humano habría de comportarse a estas alturas de su historia de manera bastante diferenciada de aquellos tiempos llamados primitivos, donde no parecía haber otro sentido de la vida que dominar por el terror.

Al parecer, ni el Renacimiento, ni la Modernidad, ni la creación del Estado democrático por encima de las monarquías absolutas, ni la formulación de un Derecho de Gentes o Derecho Internacional que debía regir las relaciones entre los pueblos y poner fin a toda Guerra de ocupación, despojo, dominio o explotación desde pretendidas superioridades divinas o terrenales sobre pueblos considerados inferiores, han contribuido a convertir al ser humano de hoy en el ser más perfecto de la vida planetaria, como se supone debería ser. Peor aún, podría decirse que en lo que lleva de avanzado el siglo XXI, se ha roto o quedado como simples representaciones bufas el entramado jurídico internacional que surgió como término al horror de la II Guerra Mundial.

Organizaciones que dicen representar y que deberían defender firmemente los acuerdos y convenciones dirigidas a garantizar un cierto respeto a los principios mínimos que sustentan el derecho de todos y cada uno de los pueblos a decidir libremente su destino, y a ser tratado en igualdad de condiciones que todos los demás, independientemente de su tamaño poblacional, territorial o su peso específico en la economía mundial, se han mostrado totalmente ineficientes, cuando no cómplices, para impedir el avasallamiento y destrucción criminal del Otro por parte del imperio actual y sus aliados. La total ineficacia de tal contrapoder de legitimidad mundial (léase ONU) y el descaro con el que son burladas todas sus resoluciones, acuerdos y prohibiciones – resultado todas de un supuesto consenso global – por parte del actual poder imperial; que se atreve, además, a imponer sus leyes particulares sobre el planeta entero, bajo el principio mafioso de obediencia automática o extinción (Chomsky dixit), han convertido el actual des-orden mundial en una gigantesca pantomima donde los “altos funcionarios” de esas organizaciones mundiales, así como los llamados “Jefes de Estado”, compiten entre ellos para ver quién es más obsecuente y recibe su palmadita de aprobación en sus visitas a la Casa Blanca.

El problema es todavía más grave, pues esta imposición imperial no sólo se ejerce sobre esferas de gobierno sino que vehiculizada por el conglomerado mediático, el control de la industria cultural (entretenimiento y modas o modelos intelectuales) y la siembra de una cultura maniquea en la que el Bien sólo puede estar del lado que dicta el imperio, ha creado en un vasto porcentaje de la población una ceguera ideológica que en muchos casos es hasta suicida, y que la lleva a idolatrar ese modelo ajeno por encima de la defensa de su propia patria, de su propia historia, de su propio bienestar personal y hasta de su propia dignidad. Así, vemos hoy a una Organización de las Naciones Unidas que no es capaz ni de hacer que Estados Unidos cumpla con la Resolución, confirmada año tras año por 190/191 votos de 193 países, de suspender el Bloqueo a Cuba; o a una Corte Internacional de Justicia, presta a enjuiciar a Venezuela por cualquiera de las falsas acusaciones presentadas por la Oposición fascista  venezolana, pero que apenas si protesta tímidamente cuando Estados Unidos sanciona a sus Jueces por pretender investigar la conducta criminal de sus soldados en Afghanistán; o cuando vemos a una ex Presidenta de Chile, que funge como la Alta Comisionada de los Derechos Humanos de la ONU, que vive presentando como propios los informes que le “rinde” la Oposición venezolana sobre presuntas torturas y desapariciones de ”líderes” de la derecha en Venezuela, mientras guarda un ensordecedor silencio ante el asesinato de George Floyd y de miles de afroamericanos en Estados Unidos, por parte de una Policía que parece tener licencia para matar.

Y esto sin hablar de las atrocidades cometidas en Irak, Afghanistán, Libia, Siria, y el despojo inhumano del territorio de Palestina por parte de Israel y con la bendición gringa, sin que a ningún país europeo, los que además se jactan de ser la fuente del humanismo y de la igualdad de los pueblos, se le arrugue el entrecejo. Ahora bien, frente a esto se han alzado movimientos contestarios a lo largo y ancho del mundo. Movimientos que asumen como principios de lucha la defensa de la democracia real, de la igualdad de los pueblos, del derecho a la alimentación, del acceso a una vivienda digna, a la atención de salud, a la educación, a no permitir el trabajo infantil, a la defensa de los derechos adquiridos a lo largo de la historia por los trabajadores, del derecho de las mujeres a igualdad de condiciones, a la no discriminación por motivo de color de la piel, posición social, origen cultural, orientación  sexual, etc., etc. Todos estos movimientos existen, se organizan y son, en general, aceptados en todos los países del mundo, pero ¿tienen estos movimientos la conciencia de que el problema no está en resolver o superar alguna de estas discriminaciones particulares, o en lograr avanzar en el reconocimiento de alguno de estos derechos por los que hoy se lucha, sino de que la superación de todas ellas depende en esencia de que se emprenda a fondo, de manera global y profunda, una lucha por lograr erradicar definitivamente de la historia humana la entronización de cualquier imperio, en particular el imperio presente, origen de todos estos problemas? No es éste un problema que atañe solamente a la humanidad actual, sino que en esencia se trata de la misma encrucijada radical que se ha repetido siglo tras siglo, generación tras generación, en tanto que la mayoría de los pueblos que lo han enfrentado no han comprendido que deben atacar la raíz de ese problema, y no sus manifestaciones particulares.

En especial, es necesario comprender que la esencia del imperio se ha mantenido inalterable a través del tiempo, trátese de un imperio feudal o de uno neoliberal: dominar por el terror y el engaño a los pueblos, y haciendo concesiones a la élite que le rodea, la que le es necesaria para que mantenga llenas las arcas e inflado el ego de los dominadores. Para comprender cómo romper con esta sujeción que nos impide realizarnos como posibilidad humana definida y distinta de cualquier otra, examinemos el momento histórico en el cual nosotros, los oriundos de Abya Yala, logramos hace más de 200 años enfrentar y destruir el estado de opresión que había puesto en entredicho hasta nuestra propia esencia como seres humanos, y que nos obligó durante 3 siglos a ser meros esclavos de España. Como todo imperio, España invadió sin preguntar nuestro territorio, asesinó o provocó la muerte de más del 90% de su población originaria en los primeros 150 años de conquista, saqueó sus riquezas y lo que es más grave, destruyó todo vestigio de las diversas culturas que poblaban el continente e impuso a sangre, fuego y manipulación ideológica, el modo de vida material, social y cultural que reinaba en la España peninsular y lo disfrazó de “misión civilizadora” sobre tierras donde, según parte interesada, habitaban incultos y paganos salvajes. Esta agresiva política fue aplicada también, sin excepción alguna, a los grupos étnicos que fueron surgiendo como producto del mestizaje originado a partir de la violación de millones de mujeres indígenas en los primeros decenios de ocupación y, luego, ejercida también sobre las mujeres africanas traídas como esclavas; con lo cual se completó el proceso de colonización de mentes y cuerpos que al cabo de 3 siglos había producido una sociedad fuertemente dividida en niveles étnico-económicos, en la que cualquier intento de movilización entre ellos era socialmente repudiada. Esta sociedad compartimentada se aglutinaba firmemente sobre la aceptación de 3 dogmas o principios: el primero, la identificación social y cultural con los valores impuestos por España; el segundo, la interiorización y práctica de la religión católica, acompañada de la condena radical de cualquier otro tipo de fe, fuera ésta practicada también en Europa, como la judía o la musulmana, pero sobre todo la llegada desde África con los esclavos o la originaria de América.

Y el tercer y último dogma, soportado por los 2 anteriores, era la absoluta fidelidad al Rey de España. La imposición de estas tres “verdades” produjo una sociedad blanca, entre cuyos miembros destacaban los que se proclamaban arrogantemente como Españoles Americanos, fieles a ultranza a la religión católica, y orgullosos súbditos del rey de España.  Esta sociedad blanca, que miraba y actuaba con desprecio sobre el resto de la sociedad, englobada como “grupos de color”, estaba conformada por blancos peninsulares, que ocupaban el lugar cimero de toda esa escala social y por blancos criollos, nacidos ya en América y descendientes de los primeros conquistadores o de españoles que siguieron llegando de la metrópoli, y quienes, dando fe de no tener sangre india, ni negra, ni judía ni musulmana, fueron controlando la esfera económica, mientras se quejaban constantemente de que a pesar de mostrar tanta fidelidad al Rey de España como cualquier peninsular, les seguían negando el acceso a los cargos políticos. Esta sociedad, inamovible por casi 3 siglos, se veía de vez en cuando sacudida por revueltas contra la dominación peninsular y de ellas existen muchísimos ejemplos que no es el caso enumerar aquí, pero era tal el grado de alienación de las conciencias que no se era capaz de percibir que esta discriminación no era sólo producto de circunstancias locales sino que eran consecuencia de la propia dominación imperial.

Esto queda comprobado por una frase que se hizo habitual y que era enarbolada por quienes dirigían esas rebeliones periódicas: Abajo el mal gobierno, Viva el Rey. ¿Qué significaba esto? Que no se era consciente de que América y los americanos constituían de por sí una realidad distinta de España y que como tal, si querían decidir su propio destino tendrían que sustituir el “Viva el Rey” por un “Fuera el Rey” y comenzar a pensarse como entidad independiente. Tal idea no se le ocurría a ninguno de esos descontentos y la única salida que esa sociedad colonizada les permitía transitar, era la de seguir en el secular reclamo por verse discriminados, relegados o excluidos, con cartas dirigidas a un Rey que estaba en la otra orilla del océano y al que tenía que rogársele, casi de rodillas, que te concediera una pequeña atención de su augusto tiempo y te otorgara una “graciosa merced” dándote el cargo que pedías; cargo que además sólo te iba a favorecer a ti, mientras que el resto de tus compañeros seguirían excluidos. Es a fines del siglo XVIII cuando esta conciencia de la diferencia empieza a abrirse paso